El ensayo demuestra que los frailes agustinos enfrentaron una problemática especial en la evangelización de los territorios otomíes del actual estado de Hidalgo, lo que hace que la evidencia gráfica de la evangelización (principalmente pintura mural y arquitectura), presente características únicas en el panorama del arte virreinal mexicano.
Palabras Clave: Evangelización Agustina, Arte Novohispano.
The essay shows that the Augustinian friars faced a special problem in the evangelization of the Otomi territories of the state of Hidalgo, which makes the graphic evidence of evangelization (mainly mural painting and architecture), show unique characteristics in the art scene Mexican colonial.
Keywords: Augustinian evangelization, New Spain art.
Básicamente fueron dos órdenes religiosas las que evangelizaron el actual territorio del Estado de Hidalgo, dejando como testimonio de ello innumerables conventos y templos que son la mayor expresión de cultura en muchos de los parajes en los que fueron construidos. Franciscanos y Agustinos enfrentaron la difícil tarea de convertir a las masas indígenas al cristianismo, favoreciendo con ello la implantación del dominio colonial. Sin embargo, ambas evangelizaciones fueron muy diferentes, a pesar de haberse realizado casi simultáneamente. Ello se debe en gran medida a las condiciones geográfico-culturales que encontraron los agustinos en su misión, como veremos a continuación.
Hernán Cortés, consiente de la corrupción de la Iglesia medieval, pidió a Carlos V en su cuarta carta de relación escrita el 15 de octubre de 1524, que se enviasen frailes para la conversión de los indígenas del actual México, sobre todo de las órdenes de san Francisco y santo Domingo (no menciona a los agustinos): "Porque habiendo obispos y otros prelados no dejarían de seguir la costumbre que, por nuestros pecados hoy tienen, en disponer de los bienes de la Iglesia, que es gastarlos en pompas y en otros vicios"[1].
En 1524 llegaron los primeros franciscanos y en 1526 arribaron los dominicos. El 3 de marzo de 1533 siete frailes agustinos de la provincia de Castilla salieron de San Lúcar de Barrameda, llegaron a Veracruz el 22 de mayo y el 7 de junio arribaron a la ciudad de México; se hospedaron provisionalmente en el convento de santo Domingo y después pasaron a una casa en la calle de Tacuba. Encabezaba al grupo fray Francisco de la Cruz como vicario provincial, quien solicitó a la Audiencia de México un lugar para establecerse. Ésta les adjudicó un terreno que los indios llamaban Zoquipan (en náhuatl “en el lodo”), y el 28 de agosto de 1541, día de san Agustín, iniciaron la construcción de su iglesia y convento, a cuya ceremonia asistió el primer virrey Antonio de Mendoza. Carlos V apoyó a los agustinos con los tributos de la encomienda de Texcoco, que incluía el trabajo de cientos de indígenas para la construcción de su convento, lo cual sin embargo resultó insuficiente, por lo que decidió apoyar con 162 mil reales extras[2]. Asimismo, contaron con el apoyo de doña Isabel de Moctezuma, hija del gran tlatoani, casada con don Pedro Cano. Acabado en 1587, el convento se incendió en 1676 y se terminó de reconstruir hacia 1677
Al parecer, la Audiencia les había adjudicado como primer asiento el pueblo de Ocuituco (en el actual estado de Morelos) “con limitación que no pudiesen fundar en la ciudad de México, porque les pareció que no tendría senos, ni costilla para tantas religiones juntas”[3]. Sin embargo, los agustinos tomaron por su cuenta el terreno arriba mencionado, según una carta del presidente de la Audiencia a Carlos V en la que se asienta que “siete religiosos de la orden de san Agustín vinieron poco ha. Háseles dado sitio para un monasterio trece leguas de esta ciudad, que es principio de una provincia que se dice Cuisco [Ocuituco, pero] ellos han tomado otra en esta ciudad contra mi parecer”[4]. El hecho de que tanto franciscanos como dominicos llegasen primero a México determinó la dispersión de la congregación agustina en el territorio novohispano. México, Texcoco, Tlaxcala y Huejotzingo fueron los focos iniciales de la evangelización franciscana, más tarde continuaron con Tula, Cuernavaca y Toluca: “A partir de 1524, los frailes menores fundan conventos en dos regiones [...] el valle de México y la región de Puebla. En cada una de ellas instalan dos casas y para ello escogen grandes centros indígenas, de excepcional importancia, así política como religiosa”[5].
La zona central de México donde los franciscanos trabajaron concentraba gran parte de la población mesoamericana y presentaba climas menos extremosos que las zonas a las que los agustinos arribaron: el Mezquital, la Sierra Alta hidalguense o la Tierra Caliente michoacana y guerrerense. Por su parte, los dominicos dirigen sus esfuerzos hacia el sureste de la Nueva España, estableciendo conventos en la propia capital de México y en el camino (por ejemplo en Tepoztlán), pero centrando su trabajo en los actuales estados de Oaxaca y Chiapas
Quedaban sin evangelizar algunos territorios al norte, al sur y al occidente de la ciudad de México (actuales estado de Hidalgo, Guerrero y Michoacán), y hacia allá se dirigen los agustinos. “Enormes zonas quedaban aún entre las regiones ocupadas por los anteriores misioneros. En estas zonas de nadie se deslizaron los agustinos. Esta es la razón de que su territorio siga un trazo caprichoso y a veces confuso, puesto que tuvo que modelarse sobre las lagunas que habían dejado franciscanos y dominicos”[6].
En el capítulo que celebraron los agustinos en Ocuituco en 1536 decidieron iniciar el avance hacia el norte de la ciudad de México, buscando evangelizar a los indígenas otomíes de lugares ahora hidalguenses como la Sierra Alta, la Teotlalpan y el Valle del Mezquital, lugares a donde hasta entonces “no había entrado la luz del evangelio”. Este avance permitió además conectar a la región del Pánuco con el centro de México por medio de una cadena de pueblos con indígenas cristianizados. Por tratarse de una zona rica en recursos naturales, los frailes obtuvieron el apoyo de las autoridades virreinales.
Se considera que la región de Metztitlán constituía un punto de enlace y paso obligado de la ruta más corta hacia la Huasteca, región con "mayores posibilidades económicas"[7]. El primer convento fundado en este avance (y el primero en tierras otomíes) fue Atotonilco el Grande en 1536, por fray Gregorio de Salazar, fray Juan de San Martín y fray Alonso de Borja. Este último se haría cargo posteriormente del antiguo reino otomí de Tutotepec que con Metztitlán, se habían mantenido independientes de la hegemonía mexica en la prehispandad. La evangelización de la Sierra Alta fue encomendada a dos frailes recién llegados de España: fray Juan de Sevilla, y "su compañero, aquel monstruo de santidad, fray Antonio de Roa"[8], quienes fundaron el convento de Molango a principios de 1537. Este sitio se convirtió en el centro de la misión de una zona donde la gran dispersión de los indígenas obligaba a los frailes a realizar largas caminatas. En 1540 construyeron Epazoyucan (en seis meses según el cronista Grijalva), Acolman y Zempoala (este último cedido posteriormente a los franciscanos). Esta zona quedaba entre dos grupos de conventos franciscanos que eran los de Tula-Tepetitlán por una parte y los de Tepeapulco-Apan-Tlanalapa por la otra.
En 1572 se fundó iglesia en Zacualtipán e Ilamatlán, que eran visitas de Metztitlán, el segundo con 40 pueblos de doctrina. Santa María Zacualtipán fue elevada a priorato en 1578; Santa Catarina Lolotla tuvo frailes desde 1593. Chichicaxtla fue abandonada y reocupada varias veces debido a los ataques de los chichimecas[9]. Entre 1537 y 1572, se registra la mayor actividad evangelizadora-constructiva de los agustinos en su avance septentrional (desde Atotonilco el Grande hasta Huejutla, incluyendo el Mezquital), y el periodo 1540-1560 se establece como el de mayor actividad constructiva en Metztitlán[10], uno de los principales centros de evangelización de la región con tres principales conventos: San Pedro Tlatemalco, La Comunidad (abandonado prematuramente al parecer por las inundaciones) y Los Santos Reyes.
Foto 1: Iglesia y convento agustino de Huejutla, actualmente catedral.
Por su tardío arribo, los agustinos tuvieron de asentarse en regiones que habían permanecido marginadas durante los diez años que tenía de iniciada la conquista espiritual y que, por lo mismo, se habían constituido en zonas de refugio para los indígenas que huían de la penetración española y continuaban practicando su antigua religión y costumbres. Desde la época prehispánica estas regiones eran marginales, lo que debe entenderse en el sentido de que tenían una cultura inferior a la de los habitantes de los centros urbanos (mayoritariamente nahuas), lo que implica también la existencia de una población escasa y dispersa
Juan de Grijalva es enfático al retratar lo rudimentario de la cultura otomí que encontraron los agustinos en estas regiones. Escribe por ejemplo: “Es la rudeza de los mismos indios, que es la mayor que se ha conocido; de modo que con ser generalmente los indios tan bárbaros, en particular los que no son de México y de sus contornos, son los otomites en comparación de todos los demás”[11]. También señala la condición de marginalidad de las zonas otomíes que como en el caso de Atotonilco, no estaban tan alejadas de la ciudad de México: “Ya había sonado por lo menos en sus contornos la voz del evangelio, al pueblo de Atotonilco no había llegado, ni a la sierra de Tututepec, hasta donde llegaron, ni en la mayor parte de los otomites, porque como la lengua era tan difícil, la gente tan ruda y tan humilde estando entre los pies, y a los ojos de todos se habían perdido de vista, y estaban olvidados”[12].
Foto 2: Iglesia y Convento de los Santos Reyes, Metztitlán.
De igual forma el cronista hace énfasis en la fragosidad y austeridad de la tierra, como cuando escribe: “Y aunque estos llanos están tan cerca de México, estaban entonces olvidados y desechados; o ya por la bajeza y rudeza de los indios, o ya por su esterilidad, porque en todos ellos ni hay río, ni un solo árbol”[13].
Efectivamente, la ruta que se escogió en Ocuituco no era fácil por lo amplio del territorio, su orografía y la variedad extremosa de los climas. Continúa diciendo el cronista: “Estaba esta tierra llena de gente desde las cavernas más hondas hasta los riscos más encumbrados, sin tener población alguna, ni más casas para su vivienda que las cavernas y riscos con que se abrigaban [...] esta fue la más ardua empresa de todas, porque a la dificultad de la lengua y a la rudeza de los indios se añadía la aspereza de las sierras, que son fragosas, montuosas y lluviosas con extremo. Añadíase a esto una gran multitud de fieras que andaban por aquellas espesuras haciendo tan grande daño en los indios”[14]. A este panorama desolador que pintan los cronistas, hay que agregar la dificultad en el aprendizaje del otomí, "lengua la más difícil y bárbara"[15].
Dado el cúmulo de adversidades para la penetración al norte de la ciudad de México, existe una marcada tendencia a exaltar la figura de los primeros frailes. La narración que hace Juan de Grijalva acerca de la evangelización de nuestra zona de estudio, centrada en Antonio de Roa, Alonso de Borja y Juan de Sevilla, describe a estos religiosos realizando “hazañas casi míticas, propias de una edad dorada”[16]. Ello se debía, según Grijalva, a que "el puesto era inaccesible, o ya por lo profundo, o ya por las cumbres, porque aquellas sierras tocan en los extremos: los indios bárbaros y desencuadernados, los demonios muchos"[17].
Roa y Sevilla recorrieron a pie esta zona, pero los indios huían de ellos. Se dice que se escondían en las cavernas a las que Roa bajaba atado con una cuerda para predicarles. Los indios se mofaban y lo tenían por loco[18]. Así pasaron un año "sin hacer fruto alguno". Esta actitud contrasta marcadamente con el carácter de los indígenas morelenses, ya que según Grijalva, “llegaron al pueblo de Ocuituco donde fueron recibidos con grandes danzas y regocijos de aquel pueblo [...] tomaron los religiosos posesión de aquella doctrina [...] y empezaron a administrar como en su casa[19].” También vale la pena compararla con la de los nahuas de Tepeapulco, ya que “la primera vez que llegaron los frailes [franciscanos] este lugar, era una tarde y como estuviese la gente ayuntada comenzaron a enseñarles y en espacio de tres o cuatro horas, mucho de aquel pueblo antes de que partiesen supieron persignarse y el Pater Noster”[20].
Tanto impactaron a los agustinos las dificultades para la conversión de los otomíes de la sierra, que pintaron escenas relativas al hecho en la sala de profundis del convento de Actopan, en el hermoso mural conocido como “La Tebaida”, junto con otros temas fundamentales para la orden como la vida de San Agustín y la de los ermitaños en el norte de África. Al respecto, escribió Víctor Ballesteros: “Sostenemos aquí la posibilidad de que todas estas pinturas representen la evangelización de la Sierra Alta, iniciada por fray Alonso de Borja, fray Antonio de Roa y fray Juan de Sevilla; [...] hay escenas y paisajes que coinciden con la historia, la orografía y la flora locales”[21].
Los agustinos creían que la actitud huraña de los indígenas de la Sierra Alta ante los primeros frailes era culpa del demonio: “Antes de que entraran nuestros religiosos les había hecho el demonio muchas pláticas [a los indígenas], representándoles la obligación que tenían a conservarse en su religión antigua, que viesen los grandes trabajos que padecían ya los de los llanos, después que habían mudado de religión, que ya ni el cielo les daba sus lluvias, ni el sol los miraba alegre [...] de estas mentiras [...] estaban tan persuadidos los indios que aún oír no los querían”[22].
Fue precisamente la renuencia de los indígenas a establecer contacto con los frailes y la consiguiente persistencia en la preservación de su cultura, aunada a las dificultades para la comunicación, lo que mermó el entusiasmo del padre Roa, quien tras una crisis personal “dejó solo a su amigo y compañero fray Juan de Sevilla [...] y pidió volver a España para dedicarse a la meditación y penitencia”[23]. Con esta intención regresó a la ciudad de México, pero al no haber transporte en ese momento a España, se retiró a esperar en el convento de Totolapan (donde fue prior en 1542)[24]. Así, Sevilla se quedó en "aquellas insalubres y escabrosísimas montañas, corrió la sierra bajando valles y trepando montes, y siempre le parecía que estaban más intratables aquellos estólidos salvajes, aún más bien que indios racionales"[25]. Antonio de Roa aprendió el náhuatl en Totolapan ayudado por un mestizo y así desistió de su partida a España regresando a la Sierra Alta en 1538.
Hacia 1543 los agustinos fundaron casa en Metztitlán con la advocación de los Santos Reyes, pero antes habían construido y abandonado (por las inundaciones de la vega) los conventos de La Comunidad (que hoy funciona como cárcel) y el de San Pedro Tlatemalco que, según Pablo Escalante, fue la primera fundación agustina en la vega de Metztitlán[26]. En 1545, siendo vicario provincial fray Juan de Estacio, se fundó Huejutla, y en 1557 Chichicaxtla, Chapulhuacán y Tutotepec. Establecidos en Molango, empezaron a visitar otros lugares: Roa llegaba hasta Tlanchinol por el norte y por el sur hasta Metztitlán. También visitaban Chapulhuacán y Xilitla, situados en la frontera chichimeca, cerca de la Sierra Gorda y la Huasteca potosina. Tlanchinol, Chapulhuacán (anteriormente llamada Macuilxóchitl) y Chichicaxtla se convirtieron en doctrinas separadas en 1545-1548[27].
Robert Ricard, el primer gran estudioso de la evangelización novohispana, establece tres tipos de misiones: de ocupación, de penetración y de enlace[28]. Las misiones de ocupación son las que conforman una red estrecha en torno a un centro. Las de penetración se refieren a las fundaciones precarias de casas esporádicas en zonas de difícil relieve, de clima penoso, aún no del todo pacificadas o circundadas de territorios totalmente indómitos. Estas misiones acompañan o preceden a la conquista militar, y en este caso podemos incluir a las de Chichicaxtla, Xilitla y Chapulhuacán. Las casas de enlace son los conventos que forman una línea más o menos directa que liga un grupo de conventos con la ciudad de México.
En la Relación de los obispados se menciona que en Metztitlán, al momento de ser encomenderos Francisco de Mérida y Molina e Isabel de Barrios, “residían cinco religiosos agustinos, cuatro sacerdotes y un hermano. Era prior fray Juan de Vera, teólogo, predicador y confesor de españoles, y conocía las lenguas mexicana y otomí[29]. Tlanchinol, encomendado en Alonso Ortiz de Zúñiga y Ana de Medina, tenía en marzo de 1570 cuatro religiosos agustinos que hablaban la lengua mexicana; residían ahí tres sacerdotes, siendo prior fray Alonso Montesinos, que conocía las lenguas mexicana, serrana y ocuilteca; además se encontraban fray Tomás de Segura, que hablaba la lengua mexicana y era confesor de españoles, y fray Pedro Ortiz de Mena, quien era ministro y hablaba la lengua mexicana. En Molango se encontraban cuatro religiosos: tres de ellos sacerdotes y uno hermano lego; era prior fray Pedro de Agurto, teólogo, predicador y confesor de españoles y hablaba la lengua mexicana. En Chichicaxtla había tres religiosos, de los cuales dos eran sacerdotes que conocían las lenguas mexicana y chichimeca[30].
Foto 3: Espadaña exenta. Chichicaxtla, Tlahuiltepa.
Tanto Juan de Grijalva como los biógrafos de Roa narran la destrucción del dios Mola entre sus mayores hazañas. Esta imagen, traída desde Metztitlán, era tutelar de las demás deidades serranas. Roa llegó a su presencia acompañado de un grupo de indios conversos y lo desafió en presencia de los sacerdotes indígenas y de una gran cantidad de curiosos. Según Grijalva, al ser inquirido sobre su verdadera identidad, el ídolo respondió ser “la más vil y miserable de todas las criaturas”. Cuando Roa le preguntó sobre el destino de los antepasados de los indios ahí presentes, Mola respondió: “Están ardiendo todos en el infierno”. Acto seguido el fraile profirió un sentido sermón que provocó el enojo de los indígenas, quienes derribaron al ídolo que se rompió al rodar desde lo alto del teocalli hasta el suelo[31]. A partir de esta prueba de supremacía cristiana, se fundó en este sitio la primera iglesia de Molango.
Foto 4: Claustro del convento de Molango.
Antonio de Roa, a quien generalmente acompañaba un grupo de indios conversos, se hacía azotar por ellos frente a las cruces que encontraba en la Sierra Alta, donde los frailes “habían colocado un buen número de ellas para ahuyentar a los demonios que merodeaban por aquellos lugares”[32]. A este respecto Grijalva menciona que “como habían desterrado al demonio de los llanos donde ya se había predicado el evangelio y enarbolado el estandarte de la cruz, ellos se habían retirado a la sierra como [...] les sucede a los vencidos”[33].
También cuenta Grijalva la historia de un sacerdote indígena de Molango llamado Ailitlcoatl, que rehuía al padre Roa. Éste lo mandó traer a su presencia, y le contó que el diablo le dijo: “…que se escondiese [...] y en caso de que te hallen conviene mucho que no entres en la iglesia aunque sobre el caso pierdas la vida [...] Dijo que era del pueblo de Texcoco donde había sido sacerdote de los ídolos y que cuando la conquista, viendo que se bautizaban todos, él por no bautizarse se había metido en aquellas sierras, donde había residido hasta aquel tiempo que era el año de 52. Confesó que tenía familiar trato con el demonio y que en diciendo misa en alguno de aquellos pueblecillos cercanos el demonio no aparecía en muchos días en todos los confines de aquel pueblo [...] y que se quejaba mucho de los frailes, en particular de fray Antonio”[34].
También creían que el demonio habitaba las cuevas de la región de Metztitlán. Juan de Grijalva escribió: “Siendo tan hermosa la frente de esta sierra, eran sus entrañas tan malas que estaban todas llenas de demonios que como buharros habían buscado aquellas soledades y como infernales víboras sus vivares y cavernas [...] allí, había asentado su corte el príncipe de tinieblas [...] movió la plática con algunos de los que ya eran nuestros y poco antes eran suyos: procuró reducirlos a su servicio y antigua adoración hablándoles visiblemente [...] habló con los principales de algunos pueblos baldonándolos, y llamándolos pusilánimes, fáciles y de pechos mujeriles, pues a persuasión de unos frailes de poco momento habían dejado su antigua adoración, en que ellos habían nacido y muerto sus mayores. Aseguróles su amistad y que los sacaría a paz y a salvo de todo si abjurasen la ley nuevamente recibida y se tornasen a la antigua”[35].
Foto 5: Friso de grutesco. Nave principal del convento de los Santos Reyes, Metztitlán.
La evangelización de los territorios al norte de la ciudad de México no fue una empresa sencilla por muchas razones: lo fragoso de la tierra, la poca disposición de los otomíes a ser evangelizados, lo disperso de sus asentamientos, lo difícil que fue para los frailes aprender su idioma; el hecho de estar tan cerca de la frontera mesoamericana, pues más a allá de ella vagaban los indómitos chichimecas que muchas veces atacaron conventos agustinos, entre muchos otros factores, que hicieron de esta misión una empresa épica. Sin embargo, y sin perder de vista que las órdenes religiosas en general y los agustinos en particular contribuyeron de manera importantísima al establecimiento del poderío español que avasalló las poblaciones y cultura originaria, debemos reconocer la importancia de su legado arquitectónico, histórico y artístico en el panorama del patrimonio e identidad cultural hidalguense.
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[a] Doctor en Historia, profesor-investigador y coordinador de Investigación y Posgrado del Instituto de Artes de la UAEH
[1] Cortés, Hernán, Cartas de relación. México, Porrúa, 1971. "Sepan cuantos…", 7. p. 203.
[2] Teófilo Aparicio López, Antonio de Roa y Alonso de Borja, dos heroicos misioneros burgaleses en la Nueva España, Valladolid, Ed. Estudio Agustiniano, 1993, p. 110.
[3] Juan de Grijalva, Crónica de la orden de nuestro padre san Agustín en las provincias de la Nueva España. México, Editorial Porrúa, 1985, p. 26.
[4] Aparicio, Antonio de Roa..., p. 48.
[5] Robert Ricard, La conquista espiritual de México, ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España, México, FCE, 1990, p. 139-140.
[6] Ricard, La conquista…, p. 152.
[7] José Guadalupe Victoria, Arte y arquitectura en la Sierra Alta, siglo XVI. México, UNAM, 1985, p. 161.
[8] Grijalva, Crónica…. p. 75.
[9] Gerhard Peter, Geografía histórica de la Nueva España, 1519-1821, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1986. p. 191.
[10] George Kubler. Arquitectura mexicana del siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, p. 68.
[11] Grijalva, Crónica..., p. 81.
[12] Grijalva, Crónica..., p. 104.
[13] Grijalva, Crónica..., p. 81.
[14] Grijalva, Crónica..., p. 77.
[15] Grijalva, Crónica..., p. 80.
[16] Rubial García, Antonio. El convento agustino y la sociedad novohispana (1533-1630). México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1989, p. 111.
[17] Grijalva, Crónica..., p. 79.
[18] Lauro López Beltrán, Fray Antonio de Roa, taumaturgo, penitente, Ed. Juan Diego, México, 1984, p. 78.
[19] Grijalva, Crónica..., p. 37.
[20] Fray Toribio de Benavente “Motolinía”, Historia de los Indios de la Nueva España, 1972”, en: http://www.biblioteca-antologica.org/wp-content/uploads/2009/09/MOTOLIN%C3%8DA-Historia-de-los-indios-de-la-Nueva-Espa%C3%B1a-YA.pdf.
[21] Víctor Manuel Ballesteros, La orden de San Agustín en Nueva España: expansión septentrional en el siglo XVI, pensamiento y expresión, tesis de maestría, UNAM, 1991, p. 112.
[22] Grijalva, Crónica..., p. 79-80.
[23] Aparicio López, Teófilo, Antonio de Roa y Alonso de Borja…., p. 83.
[24] Ruiz Zavala, Alipio, Historia de la provincia agustiniana del santísimo nombre de Jesús de México, México, Porrúa, 1984, v. II, p. 377.
[25] Victoria, Arte y arquitectura..., p. 62.
[26] Escalante, Pablo. “La iglesia sumergida. Hallazgos y nuevas ideas sobre las primeras edificaciones agustinas en la zona de Metztitlán”, en Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, núm. 65, UNAM, México, 1994.
[27] Gerhard, Geografía..., p. 191.
[28] Ricard, La conquista..., p. 157.
[29] Luis García Pimentel, Relación de los obispados de Tlaxcala, Michoacán, Oaxaca y otros lugares en el siglo XVI. Casa del Editor, México, 1904, p. 144-51.
[30] García Pimentel, Relación de los obispados..., p. 128-143.
[31] Aparicio L., Antonio de Roa..., p. 96; Grijalva, Crónica..., p. 90.
[32] Aparicio L., Antonio de Roa..., p. 118.
[33] Grijalva, Crónica..., p. 79.
[34] Grijalva, Crónica..., p. 174-75.
[35] Grijalva, Crónica..., p. 79.