Un Romano en el ICSHU

Romano

Por Isaac Darío Aguilar Ortega
Fotografía: Especial


A lo largo de nuestra vida universitaria vamos recolectando distintas experiencias que, una vez concluida esta trascendental etapa, forman la película que habita nuestros recuerdos, el tesoro literario que elegimos contar en cualquier noche entre amigos y que puede ahondar en la fábula, la tragedia, el horror y la comedia según la perspectiva y los personajes involucrados.

Hablando de géneros, el misterio es uno de mis favoritos y la Universidad tiene su propia variedad de misterios. Uno es el de los compañeros de clase, porque uno no elige con quién coexistir en las aulas, pero conforme avanzan las semanas somos capaces de seleccionar entre un número de personas a aquellos con quienes somos más afines, con quienes podemos realizar un trabajo universitario digno (de un 7) y con quienes podemos llegar al peligroso límite de lo insensato con la confianza de que no estaremos solos: los amigos, aquellos que, como dicen, “son la familia que uno elige”.

Pero si hay algo que no podemos elegir son los maestros a los que debemos enfrentarnos. Cada semestre, sin falta, se renueva la lista de nombres bajo las asignaturas y, aunque hay rostros conocidos, también hay maestros cuya presencia en el cosmos ignorábamos hasta el preciso instante de llegar al aula; pero no solo se trataba de la incertidumbre alrededor de un maestro nuevo: la manzana de la discordia era la fama de él o de ella.

Es aquí donde me permito introducirle al protagonista de este espacio, de estas letras y de cada uno de los recuerdos que traigo a la luz el día de hoy. Julio Romano, catedrático del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades (ICSHu) de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (UAEH) y, he de confesar, tras mi extendida introducción, que a Julio Romano no lo conocí en mi aula de clase.

Todo empezó en una llamada telefónica donde, tras explicarle de manera vaga (en verdad vaga, perdida y para nada aterrizada) la idea para mi tesis, aceptó reunirse conmigo para asesorarme sobre qué leer y que enfoque brindarle a mi tan valioso documento.

Nuestro encuentro no fue sencillo, y acepto toda la responsabilidad y culpa, ya que el día que acordamos vernos acudí a la FUL para una conferencia. Cuando me percaté de lo sucedido me invadió una enorme pena, sin embargo, Julio pasó por alto mi falta y accedió a darme de nueva cuenta su tiempo, sin duda un obsequio valioso, pues es algo que una vez entregado nunca vuelve.

En nuestro segundo encuentro logró en cuestión de minutos presentarme un panorama amplio del tema que le presenté tímidamente por teléfono, más amplio de lo que siquiera yo podría pensar: me dio una lista de libros para leer y sugerencias para construir un enfoque sólido, capaz de seguir una sola línea sin desviarse a temas que se tornaran innecesarios o redundantes. Me mostró su primera virtud: el conocimiento y su habilidad para compartirlo con los demás.

Nuestra primera clase tuvo lugar un martes, tras una breve introducción entre él y mi grupo (ya que nunca antes nos había dado clase) nos presentó el temario perfectamente estructurado por unidades con una bibliografía vasta y completa, lo cual me permitió intuir que mi catedrático tenía pasión por la lectura, algo que al día de hoy resulta extraordinario.

Sinceramente, podría invertir cientos de páginas en hablar a detalle de cada clase en la que realmente pude aprender de Julio, pero con el objetivo de ahorrar en gastos de impresión y diseño, salvar árboles de ser hojas y hacer de este artículo una lectura amena, resumiré cómo Julio se convirtió en nuestro profesor favorito de noveno semestre.

Julio era una persona que inspiraba respeto, aun sin conocerle a fondo. Su primera tarea fue una lectura, de esas que son más de diez hojas y no tienen dibujos, pero contra todo pronóstico, todos en mi salón, sin faltar uno solo, la leímos y participamos en clase. No le conocíamos ni diría que le teníamos miedo, pero no queríamos fallarle. Eso nos motivó a cumplir desde el primer día.

Cuando nos tocó exponer, no solo nos asignó el tema, nos proveyó el material más completo donde encontrar lo necesario, siempre a tiempo, siempre confiable. Recuerdo cómo escuchó cada exposición, atento y en primera fila y, cuando por una u otra razón los nervios se apoderaban de nosotros, ahí estaba él para salvarnos del colapso nervioso, asintiendo con la cabeza en señal de aprobación y ayudándonos con las pronunciaciones de francés e inglés, con elegancia, siempre culto.

Escucharlo resultaba interesante de principio a fin, pues él era la evidencia viva de que “todos los días se aprende algo nuevo”. En las asesorías siempre procuró que los trabajos llegaran a su máximo potencial, pero era de igual forma franco en hacernos ver nuestras debilidades, no como burla sino con la certeza de que aprenderíamos de ellas para trabajos futuros. Nos hizo su prioridad en esas dos horas de clase los martes y viernes, y cuando algún factor externo le impedía estar con nosotros, siempre fue cortés al avisarnos.

Algunas veces estoy seguro de que le hicimos perder la paciencia, éramos expertos en ello, y aunque tengo presentes dos o tres veces en las que alzó la voz, nunca perdía ese semblante tranquilo, despreocupado y singular.

Julio estaba lleno de detalles, como ser el único aficionado del Necaxa del que se tiene registro (aparte de Jorge Ortiz de Pinedo), así como llevarnos calaveritas de chocolate el Día de Muertos, o acceder a ir a nuestra graduación sin compartir con nosotros más que unos meses.

Por eso y más, gracias Julio, gracias por tu paciencia, por dejarnos ver ese sentido del humor tan necesario en estos tiempos, por exigir, por cada lección, consejo, apunte, por reír con nosotros y dejar huella en cada uno de mis compañeros, misma que estoy seguro dejaste en las generaciones pasadas y dejarás en las futuras. Por ser tu mejor versión e impactarnos con tu conocimiento.

Hay una frase que dice “para cerrar con broche de oro” y sé que tener a Julio como maestro en noveno semestre es parte de ese dicho, pues concluimos esa etapa con un catedrático digno de la profesión, así que, si alguien de primeros semestres me lee, lo animo a que resista, valdrá la pena se lo aseguro, porque lo único más triste que perder tu carrera sería perderte la oportunidad de estar en el aula de Julio Romano.

Por todo esto y mucho más, merci, Julio (estoy seguro que su pronunciación en francés será perfecta).